lunes, 13 de febrero de 2012

¿Es posible la felicidad para nuestros hijos?

Si nos preguntaran que queremos para nuestros hijos en esta vida, la gran mayoría de los padres responderíamos que nuestro deseo es que sean felices. Y, aunque parezca algo fuera de nuestro alcance y creamos que el azar y la suerte nos ganan la batalla, los padres poseemos una gran arma a nuestro alcance: la educación. No debemos renunciar a educar nosotros mismos a nuestros hijos y no debemos dejar que otros medios sociales nos arrebaten este papel determinante. Nuestros hijos necesitan de nuestro ejemplo y del puesto de importancia que ocupan en sus familias.

No es ambicioso aspirar a que nuestro hijo sea feliz en la vida, ya que no deberíamos ver la felicidad como un equivalente al éxito, como una utopía o un estado efímero. Nuestros hijos pueden aspirar a la felicidad siguiendo un rumbo sosegado y un timón firme que les lleve a enamorarse de la vida.

Los niños quizás puedan preguntarse por qué hay que ser bueno, por qué hay que estudiar, para qué sirven los sacrificios y los contratiempos. Sin emociones, los frutos de la inteligencia tienen poco sentido, los niños tienen que saber la utilidad y el objetivo final de sus esfuerzos intelectuales y conductuales, y este “objetivo curricular” es encontrarse con la felicidad.

Educar para la felicidad no es enseñar a llegar a lo más alto o tener éxito, ya que éste siempre es transitorio. Educar a nuestros hijos para la felicidad es enseñarles a que ellos pueden trasformar el mundo, no sólo con sus éxitos, sino también con su alegría de vivir, su ejemplo y su esfuerzo. Ni la salud ni el dinero son garantía de felicidad, aunque desde luego ayudan.

Recuerdo una frase que se quedó grabada en mi adolescencia: “No importa lo que el mundo te da a ti, importa lo que tú das al mundo”. Dar y darse es lo que más gozo y más felicidad puede darnos en la vida.

Ser feliz parece algo así como una toma de conciencia, un proyecto inexplicable, un privilegio. La felicidad no se posee, se comparte. Es una actitud más que un estado de gracia, una fuente que brota de nuestro corazón y una necesidad constante de que otros beban de ella.

El egoísmo, el aislamiento, la preocupación, el temor y la culpa deben ser desterrados en la educación de nuestros hijos porque nos hace pequeños y frágiles. Por el contrario, el amor a los demás y a nosotros mismos porque somos valiosos, es lo que nos hace grandes e importantes. Dar el paso de una alegría vital personal o otra universal es la llave de la felicidad de nuestros hijos, abrirse a los demás es lo que nos proporciona una mayor satisfacción y de ello damos fe los que somos padres.

Los niños no se educan solos, necesitan de nuestra guía para encontrar el rumbo hacia la felicidad. El amor, la delicadeza en el trato, la paz, la alegría, la serenidad, el buen humor…, sin olvidar la autoridad, son virtudes a poner en práctica con nuestros hijos. ¡La felicidad es sumamente contagiosa!

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